¿Por qué volver ahora?

Cuando la vida me dio uno de esos madrazos que nos dejan con una parvada de pajaritos dando vueltas alrededor de la cabeza al puro estilo de las caricaturas retro, estaba, ya entradita en años y experiencia, con un nivel de soberbia tal, que me convencí a mí misma de que esto no era más que un raspón en el camino y así, con las rodillas sangrantes y dando tumbos, intenté seguir mi vida como si nada (ja).

Lejos de hacer una pausa, sobarme y reconocer que me había dolido el golpe, lo que siguió fue que durante  un año me dediqué a cometer una serie de estupideces consecutivas que me impidieron, obviamente, limpiarme el raspón de las rodillas.

En mi afán de creer que mi experiencia de vida me bastaba para salir adelante, hice cosas que no quería, compartí mesas con quienes no quería compartirlas, solté carcajadas que no quería soltar, pasé tiempo con quien no quería pasarlo, peleé batallas que no me interesaba ganar, ignoré a quien no quería ignorar, dejé plantadas a personas que no quería plantar, me puse objetivos que no quería alcanzar y me convertí, tal como dicta la tradición de la enseñanza, en la peor victimaria de la chica  que me miraba del otro lado del espejo como diciéndome «a ver, pendeja, cuántas cachetadas te faltan para que reacciones».

Nunca como entonces descubrí lo poco confortable que es la zona de confort.

Luego de toda clase de tropezones y estupideces (tipo el chingadazo  que se metió Madonna al pisar la capa, pero una, y otra, y otra vez), y de reconocer que la única culpable era yo; me enfoqué en ver cómo salir del pozo, pero antes, necesitaba averiguar para qué quería salir. Y es entonces, cuando la inquieta chica del espejo (esa, la de los #felicespasos), una vez más me salvó, no sé si la vida, pero sí la existencia.

Y es que no es fácil, cuando ya se tiene un considerable número de cremas antiarrugas en el tocador (sí: a esta edad en la que el sexo te proporciona  el mismo número de calambres que de orgasmos), reconocer que se está pasando por una crisis existencial; «eso es para quienes no han transitado por una vida como la mía», me decía una voz en mi interior (ego sin domesticar, que le llaman), hasta que no tuve más remedio que aceptar que a estas alturas de mi vida estaba en el camino incorrecto.

Por fortuna,  de todo se aprende, y la vida me enseñó que nunca es tarde para seguir  sacando lecciones de los golpes y sobre todo, que por mucha experiencia, siempre estamos tentados a volver a olvidar las enseñanzas de antaño (a ver, saquen ahorita una raíz… ¿verdad que no es tan fácil?).

Así que, luego de otros cuatro yunques que me cayeron, hice una limpieza profunda de lo que quería hacer con esta nueva vida que eso ya lo sabía, es  100% mi responsabilidad, y que seguirá teniendo sus curvas pero es la única que me tocó vivir (confío que en la próxima me toque tener más de metro y medio de estatura).

Este espacio, en le que estoy desempolvando los tacones, es el resultado de las muchas cosas que quiero, pretendo, y voy a hacer. Y durante este trayecto, por supuesto, aprendí algunas cosas fundamentales:

1. Que no se puede ser el héroe de todas las batallas, que en ciertas películas toca ser antagonista y por nuestro propio bien, es mejor que no seamos las antagonistas de las nuestras.

2. Que para seguir una ruta, tarde o temprano es necesario sentarse a tomar un descanso; hacer una pausa, y entender que no se anda un camino sin estar listo.

Heme aquí de vuelta. Con más pasos felices para andar, con montones de historias para contar,  con copas de vino y mezcal para brindar,  con besos para dar, con risas por compartir,  con más experiencia pero menos cansada y sobre todo con la certeza absoluta de que hoy por hoy, este camino (que pinta bastante retador), me hace a mí, profundamente feliz. Escribo esto mientras sonrío a mi mejor amigo quien me pregunta, «¿por qué has decidido volver ahora?» y como yo, no tengo idea de la respuesta, solo le digo: «¿Y por qué no?».

Felices pasos

V.V.

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